José no es un robot pero luce transformado en un androide. Estamos en una concurrida calle de Magdalena, pero si uno echa a volar su imaginación, podría verse en una escena de alguna película futurista o de ciencia ficción.
Se mueve lentamente, como si todo estuviera programado, como si un “chic” personal, se activara y desactivara. De su boca sale un sonido particular. No es gutural, menos ronco. Se asemeja, más bien, al que hace una lata cuando se arrastra por el piso. Un chillido fuerte invade el ambiente. La atmósfera, en ese momento, simplemente ya está creada por el artista que busca entretener todos los fines de semana y espera, como pago, lo que la voluntad de los curiosos ofrezca.
¿El arte que práctica? La expresión corporal. Popularmente conocido como “Estatuas humanas”. Es su forma de vida. El sustento de su familia y la manera en que se divierte desde hace dos años. El sitio escogido por José para llevar tan peculiar actividad, es el boulevard de José Gálvez, en el corazón de Madgalena.
Pero él vive lejos de este distrito vecino al mar. Una neblina azul cubre a todo San Juan de Miraflores a las ocho de la mañana. “Hay tamales, calientitos los tamales” se escucha en el mismo instante en que la puerta principal de una pequeña casa amarilla se abre. Es la hermana menor de José. “¡Ah! Eres tú. Él esta durmiendo todavía. ¿Lo llamo?” pregunta la pequeña niña, que presurosa marcha a despertar a su hermano. Después de unos minutos sale con los ojos rojos y con inocultables huellas de pintura plateada aún detrás de las orejas y en las raíces de su cabello. El día anterior, se quedó hasta muy tarde entreteniendo a la gente y no tuvo tiempo para bañarse por la noche.
José es como todos: de estatura promedio, con pelo corto, su piel está un poco arrugada y su mirada parece extraviada. “Tengo que cambiarme y pintarme” me dice para apresurar la conversación. Sus dos hermanas y sus padres le preparan el desayuno mientras él se pinta el rostro de colores brillantes y se viste con el disfraz que usará durante las próximas 10 horas.
Mientras espero escuchó una voz a mis espaldas. “Lo has hecho madrugar a José” comenta Celina, la vecina, la dueña de una tienda de abarrotes. Ella me cuenta lo popular que es José con su trabajo. “Siempre lo paraban llamando acá a mi casa. Para cumpleaños, bodas y diferentes ocasiones. Ha viajado a distintos sitios, hasta a Ecuador se ha ido”.
Cerca de las nueve de la mañana sale ya convertido en una suerte de soldado de bronce. Metralleta en mano y uniforme militar pintado de color dorado desde las botas hasta los galones. No se avergüenza de salir disfrazado y tomar su micro para ir a trabajar como todos. Me cuenta que la pintura que utiliza, no es cualquier pintura. Es perlada. La misma que utilizan para pintar los carros y darle ese tono luminoso. Un frasco chiquito de ese tipo de pintura cuesta unos veinte dólares más o menos. Sin embargo José quiere brindar un show de calidad y hace con esfuerzo la inversión esperando recuperarlo y ganarse alguito más durante las horas en que será un robot.
Mientras caminamos hacia el paradero de autobuses, me señala varias casas de otras “estatuas humanas” que se ven en las calles de Lima. Son todos amigos suyos. Su barrio alberga a varios jóvenes que se dedican a diferentes actividades artísticas. A veces, hasta comparten la plaza. Cada uno tiene su zona. “Si tu respetas mi zona, yo respeto la tuya” son las palabras de José para describir el código social que impera en tan peculiar oficio. Si bien es cierto todas compiten entre sí, también reconocen lo difícil que es la labor de cada uno. “Cuando no estoy trabajando y veo a un colega en mi camino, siempre le colaboro”
En el carro la gente voltea y sigue con la vista la metralleta de José. “Siempre es así, la gente se queda mirando, a veces juego con ellos, a veces no. Ya me acostumbre” comenta con una sonrisa que trata de ser espontánea aunque la piel comience a endurecerse por la pintura.
José lleva casi dos años en lo mismo. "...al principio me daba vergüenza y me cambiaba en un baño cerca de donde iba a presentarme, pero ahora no tengo problemas". Estudiaba un curso de teatro y expresión corporal en el Museo de la Nación y viajó para probar suerte en el Ecuador pero lo deportaron por trabajar ilegalmente.
Mientras dura el viaje, cuenta que no falta alguien que lo tilde de “vago” o lo critique por “no trabajar como los demás”. “Ellos no saben lo difícil que es esto” me cuenta José. Pero eso no lo perturba. Lo único que sí le incomoda, es que en Lima "...no se puede trabajar como estatua si es que no se tiene ningún permiso, eso me jode".
Preparados para todo
Ha sacado permiso en casi todos los distritos, siempre los lleva enmicados por si pasará cualquier cosa. Saca el permiso haciendo el chillido característico de sus articulaciones robotizadas y se lo muestra a la autoridad sin dejar de hacer el papel de estatua.
Su acto, por simple que parezca, impresiona a mucha gente. El humor es pieza fundamental. Es inevitable soltar, aunque sea una sonrisa, cuando se trata de ver a José realizando alguna monería con el público. En media luna, la gente espera que algún incauto se acerque a echarle una moneda.
Descansa sólo dos días a la semana. Los demás esta por San Borja, por Magdalena, por Miraflores o por los Olivos. Todo depende de la temporada. Su sueño es ser actor, estudiar teatro y luego saltar a la pantalla chica. A sus 22 años “Aún tengo tiempo”, considera.
Han pasado casi siete horas desde que se paró en su estrado de madera. “Ya es hora de irse”, comenta en silencio. Pero sigue llegando gente y no puede dejarlos sin una sonrisa en el rostro. Mueve sus dedos como si presionara un teclado de computadora. Lo hace para que le diga la dirección del portal web en donde será contada su historia.
La escribo en un papel y se la dejo en su lata. Eran ya casi las 9 de la noche, me despido con un apretón de manos y un saludo militar para no desentonar con su traje. Me sonríe y vuelve la mirada a su público. Doy media vuelta y el sonido del característico pitido se va escondiendo entre el bullicio de la calle y las bocinas de los autos.
José seguirá parado ahí unas dos horas más. Pensando, analizando y demostrando que a veces no hacer nada es más complicado de lo que realmente parece.
Se mueve lentamente, como si todo estuviera programado, como si un “chic” personal, se activara y desactivara. De su boca sale un sonido particular. No es gutural, menos ronco. Se asemeja, más bien, al que hace una lata cuando se arrastra por el piso. Un chillido fuerte invade el ambiente. La atmósfera, en ese momento, simplemente ya está creada por el artista que busca entretener todos los fines de semana y espera, como pago, lo que la voluntad de los curiosos ofrezca.
¿El arte que práctica? La expresión corporal. Popularmente conocido como “Estatuas humanas”. Es su forma de vida. El sustento de su familia y la manera en que se divierte desde hace dos años. El sitio escogido por José para llevar tan peculiar actividad, es el boulevard de José Gálvez, en el corazón de Madgalena.
Pero él vive lejos de este distrito vecino al mar. Una neblina azul cubre a todo San Juan de Miraflores a las ocho de la mañana. “Hay tamales, calientitos los tamales” se escucha en el mismo instante en que la puerta principal de una pequeña casa amarilla se abre. Es la hermana menor de José. “¡Ah! Eres tú. Él esta durmiendo todavía. ¿Lo llamo?” pregunta la pequeña niña, que presurosa marcha a despertar a su hermano. Después de unos minutos sale con los ojos rojos y con inocultables huellas de pintura plateada aún detrás de las orejas y en las raíces de su cabello. El día anterior, se quedó hasta muy tarde entreteniendo a la gente y no tuvo tiempo para bañarse por la noche.
José es como todos: de estatura promedio, con pelo corto, su piel está un poco arrugada y su mirada parece extraviada. “Tengo que cambiarme y pintarme” me dice para apresurar la conversación. Sus dos hermanas y sus padres le preparan el desayuno mientras él se pinta el rostro de colores brillantes y se viste con el disfraz que usará durante las próximas 10 horas.
Mientras espero escuchó una voz a mis espaldas. “Lo has hecho madrugar a José” comenta Celina, la vecina, la dueña de una tienda de abarrotes. Ella me cuenta lo popular que es José con su trabajo. “Siempre lo paraban llamando acá a mi casa. Para cumpleaños, bodas y diferentes ocasiones. Ha viajado a distintos sitios, hasta a Ecuador se ha ido”.
Cerca de las nueve de la mañana sale ya convertido en una suerte de soldado de bronce. Metralleta en mano y uniforme militar pintado de color dorado desde las botas hasta los galones. No se avergüenza de salir disfrazado y tomar su micro para ir a trabajar como todos. Me cuenta que la pintura que utiliza, no es cualquier pintura. Es perlada. La misma que utilizan para pintar los carros y darle ese tono luminoso. Un frasco chiquito de ese tipo de pintura cuesta unos veinte dólares más o menos. Sin embargo José quiere brindar un show de calidad y hace con esfuerzo la inversión esperando recuperarlo y ganarse alguito más durante las horas en que será un robot.
Mientras caminamos hacia el paradero de autobuses, me señala varias casas de otras “estatuas humanas” que se ven en las calles de Lima. Son todos amigos suyos. Su barrio alberga a varios jóvenes que se dedican a diferentes actividades artísticas. A veces, hasta comparten la plaza. Cada uno tiene su zona. “Si tu respetas mi zona, yo respeto la tuya” son las palabras de José para describir el código social que impera en tan peculiar oficio. Si bien es cierto todas compiten entre sí, también reconocen lo difícil que es la labor de cada uno. “Cuando no estoy trabajando y veo a un colega en mi camino, siempre le colaboro”
En el carro la gente voltea y sigue con la vista la metralleta de José. “Siempre es así, la gente se queda mirando, a veces juego con ellos, a veces no. Ya me acostumbre” comenta con una sonrisa que trata de ser espontánea aunque la piel comience a endurecerse por la pintura.
José lleva casi dos años en lo mismo. "...al principio me daba vergüenza y me cambiaba en un baño cerca de donde iba a presentarme, pero ahora no tengo problemas". Estudiaba un curso de teatro y expresión corporal en el Museo de la Nación y viajó para probar suerte en el Ecuador pero lo deportaron por trabajar ilegalmente.
Mientras dura el viaje, cuenta que no falta alguien que lo tilde de “vago” o lo critique por “no trabajar como los demás”. “Ellos no saben lo difícil que es esto” me cuenta José. Pero eso no lo perturba. Lo único que sí le incomoda, es que en Lima "...no se puede trabajar como estatua si es que no se tiene ningún permiso, eso me jode".
Preparados para todo
Ha sacado permiso en casi todos los distritos, siempre los lleva enmicados por si pasará cualquier cosa. Saca el permiso haciendo el chillido característico de sus articulaciones robotizadas y se lo muestra a la autoridad sin dejar de hacer el papel de estatua.
Su acto, por simple que parezca, impresiona a mucha gente. El humor es pieza fundamental. Es inevitable soltar, aunque sea una sonrisa, cuando se trata de ver a José realizando alguna monería con el público. En media luna, la gente espera que algún incauto se acerque a echarle una moneda.
El menú de “víctimas” varía de acuerdo al horario. Niños en la mañana, parejas en la tarde. Empiezo con un saludo: un apretón de manos si es varón, un beso en la palma de la mano si es una mujer, un beso en la mejilla si además es bonita. Uno tiene que saber con quién hacerla. No todos quieren jugar contigo, pero si se paran ahí, es porque saben qué es lo que puede pasar.
Descansa sólo dos días a la semana. Los demás esta por San Borja, por Magdalena, por Miraflores o por los Olivos. Todo depende de la temporada. Su sueño es ser actor, estudiar teatro y luego saltar a la pantalla chica. A sus 22 años “Aún tengo tiempo”, considera.
Han pasado casi siete horas desde que se paró en su estrado de madera. “Ya es hora de irse”, comenta en silencio. Pero sigue llegando gente y no puede dejarlos sin una sonrisa en el rostro. Mueve sus dedos como si presionara un teclado de computadora. Lo hace para que le diga la dirección del portal web en donde será contada su historia.
La escribo en un papel y se la dejo en su lata. Eran ya casi las 9 de la noche, me despido con un apretón de manos y un saludo militar para no desentonar con su traje. Me sonríe y vuelve la mirada a su público. Doy media vuelta y el sonido del característico pitido se va escondiendo entre el bullicio de la calle y las bocinas de los autos.
José seguirá parado ahí unas dos horas más. Pensando, analizando y demostrando que a veces no hacer nada es más complicado de lo que realmente parece.
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